Un domingo de 1998 leí una nota sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense. 1998: era posible no saber quiénes eran y yo acaba de enterarme. Pedí el número de uno de los entrevistados en el Servicio de Informaciones: mis padres llevaban veintiún años desaparecidos pero, de pronto, yo no podía esperar hasta el lunes para llamar a la oficina.

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En Antropólogos recibí tal Maco. Dije mi número y llamó y, sin más, me preguntó si era la hija de Roberto. Soja. Nuestro secuestraron en febrero de 1977; yo tenía dos meses y la patota me dejó en casa de mis abuelos maternos que me no me dijeron la verdad porque quisieron guardarme la mala sangre y porque estaban convencidos de que iban a encontrarlos. No era difícil no hablar del tema en la década de 1980, no en Adrogué, no en mi escuela de monjas, no a la niña sobreadaptada en la que me conciencia en la conciencia de una tragedia se ignoraron detalles pero cuyas dimensiones me quedaron claras.




Julia Coria, baby, con sus abuelos, que la criaron.

Jamás pregunté y, en cambio, empecé a contar historias, las primeras fueron las que contaba a mí misma. A mis padres los hice espías, granjeros, fanáticos de Los Beatles de los que se vieron en la tele y entre quienes los buscaba. Pero jamás preguntó, y como no preguntó nadie ofreció respuestas hasta que a mis diez años mi maestra dio un ultimátum. Mi abuela me llevó a caminar por la playa y me dijo: fueron raptados. Tampoco preguntamos entonces, vi cómo las palabras le quemaban el alma y le hubiera tapado la boca. Mi abuelo murió apenas después, a manos de los indultos de Menem.

No es que no me hablen de ellos, solo omitieron el final. Crecí en casa de mi madre, entre sus fotos, libros y discos; criaron me sus padres y sus hermanas. De mi papá había amorosos y escuetos recuerdos; su papá lo había abandonado de chico, su madre y su hermana habían debido exiler; nuestros adoramos pero nuestros veíamos poco. Nadie tenía mucho para decir sobre Roberto Coria.

Roberto y María Ester, los padres de Julia Coria.  Desaparecidos continuos.


Roberto y María Ester, los padres de Julia Coria. Desaparecidos continuos.

Pero Maco me preguntó si era hija suya. Conocía las denuncias de memoria y veintiún años después del secuestro escuchó mi nombre y reconoció a la mujer en que había devenido su beba. Esa tarde me mostró un archivo gracias al que supe de la militancia de mis padres y también que habían pasado su cautiverio en el Vesubio. Entré además de que no era posible contrastar la muestra de sangre que me tomó con los restos de parárecidos que y habían recuperado. 1998: no existía la tecnología con que más tarde todo esto se volvería más sencillo. Cada análisis era tan costoso que podrían estar allí mismo sin que su identidad se conociera por mucho tiempo (quizás nunca) a falta de una hipótesis que condujera a ellos.

¿De dónde surgía la información que me habían dado? De la carta de un ex detenido uruguayo, un tal Juan. Maco la buscó, me entregó el original y conservó una copia. El remitente era de Amsterdam.

Ámsterdam. Era pleno uno a uno y yo acababa de recibir el pago retroactivo de una beca. La tarde en que me robaron la cartera, yo ya había comprado mi pasaje y depositado demasiadas expectativas en ese viaje como para volverme atrás aunque la dirección del tal Juan (en el sobre de su carte, del que no había copia) se hubiera perdido con el restaurante de mis cosas. Antes de viajar conocí a una sobreviviente de Vesubio llamada Ana. Quise saber si habia visto a mis padres. No. Tampoco de Juan: No vayas. Ana no vio motivos para creerle a alguien de quien nadie sabía nada. Aunque le prometí que lo pensaría nunca dudé, me iría de todas formas.

In vísperas de mi partida se encontró de él: el día en que lo llevaron donde estaban las mujeres para que se despidiera de la suya antes de que a él lo liberasen ya ella la mataran. La bendición de Ana llegó cuando yo ya tenía preparados mis bártulos de mochilera.

En París, primero contactó a María Laura, cuyo testimonio había leído en un libro de Gelman. A ella ya su hermana las había criado la abuela materna tras la desaparición del padre y el encarcelamiento a disposición del PEN de la mamá. Les había dicho que el padre las había abandonado y que la madre había enloquecido por su culpa. Con la democracia, la mamá se había llevado a las hermanitas a Francia y María Laura, ya adulta, ganó una beca para estudiar en Argentina, pero en realidad viajó para buscar los restos del padre. Los encontrô; lo velaron en el pueblo en que las habia criado la abuela mentirosa.

Nuestro citamos en un acto convocado ante la posibilidad de juzgar a Pinochet en Londres. Quería hablar con ella, pensó que podría enseñarme a buscar a Juan. Terminado el día en su casa, esbozó un informe plagiado de elementos mágicos que su padre ya para que ella los encontrase: cuando en un archivo, harta de pasar páginas detrás de la noticia falsa de la «caída en combate», revoleó una carpeta de which soltó el recorte buscado; el sueño en que habló con un personaje de la biblia cuyo nombre la guió al de su padre en el registro de NN del cementerio. No había nada esotérico en mi búsqueda ¿bastarían los rastros corrientes para encontrar a Juan?

Ya in Amsterdam huyó al correo a pedir ayuda para dar con un hombre de quien yo solo sabía el número. Los empleados miraron raro y sugieron que buscara en la guía telefónica: decenas de tomos ya que ignoreaba en qué localidad vivía Juan. Retrasado unas horas en rendirme, números y números holandeses imposibles para leer de tan extraños.

Mi psicóloga me había dado el teléfono de una colega:Me apoltroné en su sillón y hablé sin parar hasta que me interrumpió ¡Ah, Juan! Lo había atendido su llegada a Holland en 1977. No dijo más y buscó en los archivos un número telefónico que un rato más tarde comprobó fuera de servicio.

Siguiente intendo, el Centro de Estudios Latinoamericanos. Argentinos, Chilenos, Uruguayos y Hollandeses de festejo: acababa de cidirse que Pinochet sería juzgado en Inglaterra. Fue como teletransportarme de Europa a una asamblea de HIJOS, solo que yo no conocía a nadie ni nadie conocía a Juan.

Antes de irme, pedí permiso para usar una computadora para chequear mi correo y así ahorrarme la fortuna que eso significaba entonces. Pasé has a room en la que había varias, sólo un ocupado. Saludó y me sintió frente a otra. In mi casilla, infinitos mensajes de aliento: todos sabían que había llegado a Amsterdam.

El hombre a mis espaldas giró para darme su panuelo. Se llamaba Pablo, era chileno y se había exiliado con sus padres. Le conté mi historia y me ofrecieron ayuda, quedamos en contrarnos más tarde. Para que no estuviera sola, me dio el teléfono de una exiliada argentina amiga suya, Raquel.

Ya a mensaje atolondrado en su contestador: quién era yo y qué hacía en la ciudad; no sabía por qué llamaba pero, por si había alguien dispuesto a responder igual, dejé el teléfono de mi hostel. El resto del día recorrí el laberinto de canales, el despilfarro de tulipanes, el olor dulce de la marihuana por entonces tan infrecuente en Buenos Aires.

La noche, en lo de Pablo, fue una maratón de llamados en los uruguayos exiliados. El primero dijo que Juan estaba en Barcelona, ​​con la hija. Non tenía la dirección, pero sí el número de la chica. Por las dudas Pablo hizo otro llamado: No, isá en Madrid, con el hijo. Un llamado más y al parecer se encontró en Bélgica. Horas de idas y vueltas hasta que al fin la mayoría confirmó que Juan había regresado a Montevideo. Habría que reintentar desde Buenos Aires, fue una suerte decepción. Bebimos vino chileno y Pablo me acompañaron a tomar el tranvía.

En el albergue esperaba un mensaje de Raquel. La llama; no había oído nada, quería que le explicara, también ella me interrumpió ¡Ah, Juan! Su familia y la de él habían compartido refugio al llegar a Holanda.

No necesitó mucho para convencerme de que me quedara a conocerla, a ella ya sus hijas, que tenian el padre desaparecido y sentian curiosidad por mi historia. Me gustó que mi historia le importaría a alguien. Me hospedaron, me llevaron a todas partes en el asientito de sus bicis, me escucharon con fascinación. Raquel me avisó por teléfono de Juan en Montevideo y llamé ya desde Buenos Aires, pero comprobé que ninguna correspondencia tiene abonado en servicio. Harta, decidí olvidarlo.

Un año más tarde preparó un trabajo para la facultad con dos amigas; se había sumado una chica que conocíamos menos. Discute un texto de Foucault, alguien hizo mención al cauterio de la protagonista de Garaje Olimpo y yo a commentario acerca de las dimensiones de la celda de mi papá; la chica me dijo cómo entender estos detalles y explicó que lo había leído en la carta de un sobreviviente al que había ido a buscar a Holanda pero estaba en Montevideo. La chica dijo: ¿No será Juan, no? Su novio, Rodrigo, era el abogado de Juan, pero le habían robado la agenda. Hubo que esperar que llamara él.

Y llamó. Tres meses después Juan llamó, su abogado le contó de mí y accedió a verme. Rodrigo dijo que no me hizo ilusiones, Juan habló poco: el trauma, sí, pero también era un tipo poco rudimentario; aseguró que no esperaba nada.

Nuestro citamos en un bar. El Juan que me había imaginado no se parecía en nada a ese hombre encorvado que arrastraba los pies al caminar. Yo había previsto un abrazo, pero él apenas me perforó una mano. Mientras bebimos café, respondí a mis preguntas con sí, no o ahá, y entre eso y que dijo que los detenidos tenían prohibido hablar, me limita a preguntar cosas sencillas pero que también me importaban, como si los dejaran bañarse o qué comían. Contestó todo, pero siempre escueto y con una voz que se deshilachaba.

Ya habíamos pedido la cuenta cuando dijo al pasar: Al único que le vi la cara fue a Roberto Coria. Dije: ¡Pero Juan! ¡Roberto Coria es mi papi! Encontró el modo de responderme ahá, y después de contarme.

Bajaban una escalera, las capuchas apenas levantadas para no caerse; apoyó en la pared, mi papá reparó en un hueco y miró hacia fuera; giró, detrás estaba Juan. No se conocieron. Si te avisan estas en Puente 12. Soy Roberto Coria. Mi mujer tambien esta aca.

Sólo al tocar suelo europeo Juan transmitió aquel mensaje, en la carta que unos veinte años después me entregarían en Antropólogos. Al final hice lo que me pidió tu papá, remató, y esa lucidez me tomó desprevenida.

Dos noches después fuimos a cenar a lo de Rodrigo. Entonces Juan detuvo en detalles que había evitado en la primera cita: las cadenas, la comida agusanada, las violaciones. Me mantuve serena para que no callara.

En algún momento de la noche me acompañó a la parada del colectivo y nos despedimos. Pasaron otros veinte años hasta que volvimos a vernos, en el juicio que puso en prisión a nuestros secuestradores ya los asesinos de la compañera de Juan y de mis padres. Rodrigo estaba en la sala; Juan habló desde Uruguay, se había olvidado de que le tocaba declarar y cuando pasó a buscarlo estaba en pijamas. Tuve terror de que ese no fuera el único olvido del día pero, cuando le preguntaron por Roberto Julio Coria y María Ester Donza, confirmaron que habían estado en Vesubio.

Hace tres años me tocó declarar a mí. Practiced mi testimonio como quien escribe una novela, Juan tuvo un rol importante. Sigo siendo amiga íntima de Eugenia, una de las hijas de Raquel. Su familia recibió, unos años después de nuestro encuentro, el llamado de Maco. Estuve ahí cuando velaron los restos del padre en Buenos Aires. Mi hija mayor lama Juana.
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julia coria es escritora y sociologa. Publicó el libro de cuentos «Permiso para quererte» y las novelas «Todo nos sale bien» y «La horda primitiva»; en 2009 fue finalista del Premio Clarín con una novela aún inédita. Coordinación de alleres de escritura y de lectura de forma particular y en el CCEBA. Reseña libros en redes en el proyecto AhReseñas, organizó el club de lectura gastronómico Club1985 y formó parte del grupo de escritores Fuego Amigo. Aunque es muy dispersa trata de ponerle ritmo a la escritura porque la atormenta pensar qué sería de las historias que tiene en la cabeza si no llegara a escribirlas.