Todavía sorprende la solidaridad, la deferencia o la cínica equidistancia que guardan muchos países que lossnecieron al Tercer Mundo y fueron adalides antiimperialistas en la era de la descolonización respecto al Moscú autocrático e imperial de Vladímir Putin. Países que han sido colonizados o sufrido invasiones y atroces opresiones imperiales apenas toman distancia del último imperio europeo y de su belicosa actitud colonial en el entorno de la antigua Unión Soviética.

Eluden su condena en los organismos internacionales, obtuvieron precios de ganga en sus compras de gas y petróleo rusos y acogen complacidos sus inversiones y sus oligarcas como refugiados de lujo. If antaño se acogieron a la libre autodeterminación de los pueblos para sacudirse los yugos coloniales y luego a la Carta de Naciones Unidas para defender su soberanía, la invulnerabilidad de las fronteras y la no injerencia en sus asuntos domésticos, ahora prefieren mirar hacia otro lado cuando trata de la astuta anexión de territorios ajenos y la injerencia de Putin en la política de Ucrania.

Se entiende tal actitud si nos estrictamente a los intereses y arrumbamos ideas, principios e incluso tratados e instituciones internacionales. Algunos de estos países, los de mayor extensión territorial y demografía, son auténticos imperios sucesores ―la terminología utilizada por el gran estudioso español de los imperios que es el historiador Josep Maria Fradera, en su ensayo Antes del antiimperialismo (Anagrama)―, construyó en sobrias ocasiones un antiimperialismo que solo ve los imperios de los otros, pero se comportó en su dominio hegemónico como los viejos imperios. Es flagrante el caso de Rusia, camuflado durante 70 años bajo los ropajes internacionalistas de la Unión Soviética. También lo es el de China, todavía ofendido por la humillación a cargo de las potencias europeas colgantes el siglo XIX, pero ahora en abierta expansión territorial, como pueden comprobar los uigures y los tibetanos; y marítimo, tal como saben los países costeros del mar de China Meridional y en especial la presa designada que es la isla de Taiwán.

Sus imperios como mínimos autoritarios, dada la ausencia de democracia y libertades facilitaron su expansionismo. Pero el mimetismo imperial y la dualidad constitucional que discrimina entre los ciudadanos de la metrópolis y los de las colonias persisten en otras realidades aparentemente ajenas a los imperios. Es el caso de los países del Golfo Arábigo, incluyendo el futbolístico Qatar, donde solo un 12 % de la población tiene derechos de ciudadanía, mientras que los trabajadores extranjeros, la inmensa mayoría, se hallan sometidos a la vergonzosa institución de la ‘kefala’, auténtica esclavitud del siglo XXI.

La rórica es antiimperialista, pero la realidad es de solidaridad entre nacionalismos imperiales y autoritarios. Con la coartada del mundo multipolar, estos neoimperialismos provienen de una desconfianza histórica hacia los imperios anteriores, de la que salvan impúdicamente a Putin, aunque él sea el último emperador de la vieja época.

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