Un miembro de la policía científica me contó que nada había sido más pernicioso para su trabajo que CSI. Más que visibilizar su labor la había ungido con un aura casi sobrenatural. Hay muchas profesiones afectadas por la fictionitis. Jamás he escuchado a nadie ser recibido en un hospital al grito de “¡mujer caucásica, asistólica, preparen 10 miligramos de epinefrina!”, ni presenciado ningún neumotórax en un ascensor, y conozco a algún abogado que no supo que no podría gritar ¡protesto!, ni pedir a sus defendidos que se acogieran a la quinta enmienda hasta que llegó a la facultad, como mucho podría pillarse un pedete lúcido a lo Turno de oficio porque la realidad a lo que más se parece es a las series españolas de los ochenta.

De la verdadera complejidad de los métodos policiales tan alejados del artificio y la inmediatez de CSI habla Los crímenes de Port Talbot, la entretenidísima serie de Filmin sobre el primer asesino en serie documentado de Gales. Firma el guion Ed Whitmore, responsable también de la no menos recomendable Manhunt, que en ambas apuesta por explicar minuciosamente el trabajo policial, lastrado tantas veces por la burocracia, los errores humanos o la falta de medios, y recalca lo obvio: la tecnología es un complemento, lo que resuelve los casos es la tenacidad de quienes investigan. Lo hace sin olvidarse de las víctimas, porque los obstáculos en las investigaciones varían, pero lo que siempre es igual es el dolor y la angustia de los que esperan respuestas que no siempre llegan.

Que las ficciones policiales tramposas nos hayan acostumbrado a que todo tiene una explicación inmediata provoca que antes de que un cuerpo se enfríe ya haya quien exija conocer todas las circunstancias de la tragedia. Y si no se ajustan a las expectativas siempre queda la conspiranoia.

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