La noticia ha llegado, sorpresiva, una mañana de domingo: ha muerto Matthew Perry. Ha muerto Chandler. No es una broma pesada. El actor vuelve de hacer deporte, se mete en el jacuzzi, y sufre un ataque al corazón. El segundo y último ataque al corazón de su vida. Luto mundial por el que ha sido, probablemente, el actor más querido de la que probablemente sea la serie de imagen real más vista de todos los tiempos (solo superada por Los Simpson), Friends.

En sus memorias —publicadas hace tan solo un año y editadas en España por Contraluz— se retrata como un adicto nato en perpetua huida de un vacío que le atormenta. “Soy capaz de mantenerme sobrio siempre y cuando no ocurra algo”, escribe. Un adolescente eterno al que la fama hace infeliz pero que no puede dejar de buscarla, ya sea en otros o en sí mismo. Y un hombre que ha escapado sistemáticamente de todo lo que pudiera haber llenado su vacío. En definitiva, un cómico. ¿No son todos así? No sé si ha nacido alguna vez un cómico feliz.

Hay un chiste sin gracia que cambia de protagonista dependiendo de la época y contexto de quien lo cuenta. Es sobre un hombre que acude al médico (ahora diríamos sin rodeos que acude al psiquiatra) porque está triste. El médico le dice que tiene que hacer algo que le divierta, y que justo esa noche actúa un conocido payaso en la ciudad. Entonces el hombre le mira triste y dice “yo soy ese payaso”. El chiste sin gracia está en que ese hombre no puede hacerse reír a sí mismo. “Chiste sin gracia” podría ser la definición de ironía. Y en nuestro contexto, el psiquiatra le diría que viera Friends, y el paciente respondería: “Es que yo era Chandler Bing”.

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