Jacques Rozier ha muerto, viernes 2 de junio, a la edad de 96 años, confirmado en Mundo su colaborador el sábado. Este gran soñador ante el Eterno habrá ofrecido finalmente al cine sólo cinco largometrajes (Adiós filipina, Por el lado de Orouet, Los náufragos de la isla tortuga, Océano de Maine, Fifi martingala) y un puñado de cortometrajes, tantas películas libres como el viento, desordenadas y cacofónicas como la vida, tantas invitaciones a soltar amarras, a celebrar, con un espíritu salvaje de aventura, los poderes utópicos de la ficción.

Nos hubiera gustado abandonarnos una y otra vez al magnetismo de sus escapadas oceánicas, liberados del dictado del tiempo y de la gris rutina urbana, forma que acabaron adoptando cada una de sus películas. Nos hubiera gustado navegar, al menos una vez más, junto a sus poéticos personajes, a los que un poco de locura y un desgarro de su entorno original habrían descarrilado en una inigualable oleada de fantasía. Aquel que no aspiraba a nada más que a hacer un gran cine popular, pero cuyas películas nunca se han presentado más que en los círculos cinéfilos, no podría haber pedido algo mejor. Pero esta rareza, lo sabía, habría sido el precio de su insolente libertad.

Como Jean Vigo, el gran mago del naturalismo, del que era descendiente legítimo, Jacques Rozier habrá sido un cometa en el cielo del cine, un cometa de combustión lenta, cuya poética luminosa, mezcla de fantasía onírica y materialismo forzado, no falta para operar en aquellos que se abandonan a una ligera alteración de la percepción.

cometa en el cielo del cine

Esta alquimia encuentra sus raíces en una inspiración abierta a todos los vientos, bebiendo tanto de la poesía y la literatura como de la canción popular, el teatro de calle, la prosaica realidad de la vida de oficina y las vacaciones organizadas. Lo heterogéneo, la fricción, el hiato fueron la savia, que obtuvo al confrontar a jóvenes actores desconocidos con estrellas populares a las que sacó de su zona de confort (Pierre Richard, Jacques Villeret, Luis Rego, Jean Lefebvre, Bernard Menez…), por telescópicas secuencias documentales tomadas en el acto con momentos de pura comedia, mezclando todo tipo de lenguajes, acentos, sonidos en una cacofonía zumbante…

El nació de la partida, la huida, el abandono de la ciudad por el azul infinito del mar, el territorio utópico de las islas donde fracasaron todas sus películas. En estos lugares encantadores, aislados del mundo, Rozier instaló su pequeño teatro, un desenfreno de intensidad desordenada destinado a diluirse, en fin, en el desbordamiento, el fracaso o la incompletud, que remanufactura en más bellos, y además loco, el cóctel de alegría y amargura que hace el sabor de la vida. Sus películas celebraban el espíritu de su tiempo, de la sociedad de consumo triunfante, del entusiasmo y el deseo que atraía furiosamente, sin ocultar nada de su superficialidad ni de su falsedad. Poblados de personajes inasignables, llenos de contradicciones, se ofrecen al espectador como otras tantas invitaciones para apropiarse de ellos, sin imponer nunca una lectura unívoca.

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